jueves, 28 de abril de 2011

Alter-Ego

El gato la observaba desde el alféizar muy atento, apenas si se atrevía a moverse y es que sabía lo que se acercaba.

Entre el humo de un cigarrillo ella escribía sin parar, como posesa, como si fuera la único que podía hacer para calmar el violento oleaje de emociones que la atacaba sin piedad. Hablaba en voz alta maldiciendo por aquí y por allá pero sin dejar de escribir.

Los ojos del felino no perdían detalle, parecía hasta divertido ante tal escena. Aunque a ella le molestara aceptarlo, ese gato la conocía mucho mejor que varios de sus amigos cercanos. Por eso él esperaba pacientemente en el alféizar la llegada del momento de quiebre.

Hasta la paciente espera de su compañero felino la irritaba y cuando reparaba en esa irritación no podía aguantar la risa. Hasta en esos momentos sabía reírse de sí misma. La Luna brillaba esplendorosa y ella la observaba como si fuese un augurio de tremendas tormentas.

Tanto al gato como a ella les gustaba la Luna pero en noches como esta sólo podía significar una cosa: estaba a punto de explotar.

Ya bastante difícil era para muchos comprenderla en sus días normales. El que la comprendieran y soportaran en su etapa lunatik era demasiado y ella lo sabía, por eso se replegaba en la cueva y maldecía y fumaba y escribía sin parar.

Después de unas horas de baile de dedos, de mil palabras mal escritas, mil borradas, mil odiadas y ciento una exactas, el gato entraba a la cueva y se acurrucaba a sus pies. Llegaba el punto de quiebre que siempre era parecido pero nunca igual: suspiros, alguna maldición dicha a medias, la mirada perdida, los dedos quietos y el llanto.

Lagrimones de telenovela escurriéndose por todos lados, goteando aquí y allá, empapando su blusa, el teclado y hasta al gato. Llanto desconsolado seguido de risas burlonas y más llanto.

La tempestad y la calma casi son la misma cosa, dice la Venegas.